A
raíz de una invitación para escribir un texto imaginando estar hablando con
padres de adolescentes, se dispararon los pensamientos y reflexiones que siguen
a continuación.
Antes
que nada me interesa hacer una distinción: generalmente tendemos a describir
‘la’ violencia como un sustantivo, un objeto, algo que está por fuera de
nosotros y por lo tanto nos es ajena. A mí me gusta referirme a la violencia
como verbo, de modo de incorporarla como una acción, de la que podemos ser
capaces todos nosotros: yo violento, tú violentas, él violenta, nosotros
violentamos, vosotros violentáis, ellos violentan. Ello nos permite incluirnos, implicarnos, involucrarnos como parte
indispensable en su reproducción, de maneras naturalizadas y por lo tanto,
invisibilizadas. Estoy convencida de que estamos necesariamente incluidos e
implicados en circuitos de violencia que nos construyen y nos atraviesan. Y que
en todo caso es una permanente elección sustraernos a ellos, desanestesiarnos,
permitirnos ser vulnerables, ser afectados por lo que nos pasa y lo que les
pasa a otros.
Cuando
digo que nos construyen y atraviesan me refiero a que hombres y mujeres
formamos parte de y fuimos y somos socializados en una matriz cultural que
promueve valores patriarcales de jerarquía, subordinación y autoritarismo.
Valores que llevamos inscriptos y que son considerados como naturales y
universales, prescindiendo de la dimensión histórico-social en la que fueron
construidos por la cultura. Esa matriz utiliza una lógica polarizada que divide
al mundo en polos opuestos y antagónicos (bien/mal, violento/pacífico,
normal/anormal, sano/enfermo, hombre dominante/mujer sumisa, hombre
poderoso/mujer débil) y produce contextos favorecedores de reproducción de violencia,
cuando la tensión/grieta que se produce entre los polos hace posible su
aparición e instalación.
Las
creencias derivadas de estos valores llevan a la construcción de una realidad donde
la prescripción de los roles asignados a los hombres y a las mujeres que hace
la cultura - y que son transmitidos y reproducidos automáticamente de
generación en generación, a través de los medios de comunicación, el cine, las
canciones, la publicidad, las tecnologías actuales, etc. -, facilita la instalación
y reproducción de circuitos violentos.
Ahora
bien, imbuidos de esos valores naturalizados, y entrenados en prescindir de los
contextos históricos y sociales que dan lugar a la aparición de las diferentes
conductas, los padres de hoy están siendo llevados a no registrar su propio
sentido común, sus capacidades de ejercicio de autoridad y adultez, aún cuando
a veces vean a sus hijos marchar hacia el abismo. La progresiva y cada vez
mayor especialización que se ha registrado en los últimos años en las áreas de
las ciencias sociales y médicas, ha producido una especie de vaciamiento
de los recursos de cada uno de nosotros como adultos responsables y hemos
aprendido a creer que no somos capaces de resolver los problemas o las
dificultades de la convivencia con nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros
alumnos, si no recurrimos exclusivamente a los especialistas que suponemos son
los únicos capacitados para hacerlo. Esto ha llevado por un lado a una cada vez
más alarmante patologización de los temas humanos, a una mirada que pone
énfasis en – y creo que esto se deriva de la preeminencia del modelo médico
sobre el resto de las ciencias sociales – la patología, el déficit, lo que
supuestamente falta, en lugar de estimularnos y ayudarnos a visualizar los recursos
y las posibilidades que tenemos como personas.
Ello,
junto con el brutal cambio que ha significado para nuestras cabezas y nuestras
vidas cotidianas el fenómeno de la globalización, ha terminado por impedir o dificultar muchísimo que los padres se instalen
como adultos en un lugar de legítima autoridad, sin miedo a ser tildados de
autoritarios. Como también, y por ello mismo, a criticar y ver como
autoritaria cualquier medida de límite que pretenda ejercer otro adulto sobre
sus hijos, y me refiero específicamente a los/as maestros/as y profesores/as,
que al presente han quedado sin herramientas que los ayuden a ejercerla.
Uno
de los fenómenos característicos que se da en los circuitos donde está
instalada la violencia es el de la anestesia. En lo personal o individual se
instala como un mecanismo de defensa que ayuda a soportar el dolor de la
victimización, la humillación y el maltrato. En lo grupal/social se da de la
misma manera. Es tal el monto de violencia de la que somos testigos directa o
indirectamente, a través de los diarios, de la televisión, del cine, en
nuestros lugares de trabajo, en las instituciones, en la política, que nos
vamos insensibilizando progresivamente y convenciéndonos de que tal vez no sea
para tanto. Nos vamos aislando, recluyéndonos en círculos cada vez más
estrechos, más íntimos, idealmente más protectores. Sin embargo el proceso no
es inocuo. Este aislamiento impide la aparición de un pensamiento crítico que
lleve a crear – aunque están empezando a aparecer – redes comunitarias que
ayuden a enfrentar junto con otros padres esta problemática y a exigir al
estado la implementación de políticas sociales de cumplimiento efectivo que
impidan que la responsabilidad total por esta realidad recaiga sobre las
familias y permanezca en el ámbito de lo privado.
¿Qué les diría hoy a los
padres de adolescentes?
·
Que por lo expuesto, es
obvio que vivimos en una sociedad estructuralmente violenta.
·
Que sin que ellos
pudieran registrarlo y prepararse para afrontarlo, un cambio radical de valores
se produjo en el mundo globalizado.
·
Que los códigos en los que
ellos fueron criados – algunos revisados y criticados - y que pretendieron transmitir
a sus hijos no tienen puntos de contacto con los códigos que el contexto
socio-económico e histórico actual impone a los adolescentes para consumo
indiscriminado.
·
Que existen
poderosísimos intereses económicos vinculados con el consumo de alcohol y droga
que están influyendo en todos los hábitos de la vida cotidiana de nuestros
adolescentes para hacerles creer que estos hábitos son naturales y propios de
la adolescencia.
·
Que desde los 90’ el
consumo de alcohol en los adolescentes – especialmente de cerveza – se
quintuplicó gracias a esas mismas campañas.
·
Que han venido siendo
incitados, y continúan siéndolo cada vez más, a tomar como parte de la ‘cultura
adolescente’ hábitos y modos de vida de sus hijos ‘naturalizados’
intencionadamente por esos mismos intereses, con el fin de logar anestesiarlos.
·
Que anestesiarlos es el
paso previo necesario para que se resignen a que sus hijos sean considerados
‘carne de cañón’.
A
lo largo de los años he acumulado una vasta experiencia en el trabajo con
padres de adolescentes y, más específicamente aún, en el área de adicciones.
Por ello tengo la oportunidad de escuchar el testimonio de adolescentes en
proceso de rehabilitación - que por la etapa del tratamiento en que se
encuentran comienzan a ser autorizados a salir a bailar -, y que por primera
vez observan todo sobrios y sin ninguna sustancia encima. La mayoría absoluta
expresa su desilusión por todo lo que ven: chicos y chicas alcoholizados/as, vomitando, totalmente “dados/as vuelta”.
La
anestesia de los padres es también el objetivo de estos intereses. La
recomendación sería: Si sus hijos necesitan cargarse sustancias – primero
alcohol y luego algo que los siga estimulando – pregúntense por qué las
necesita. ¿Qué les está pasando para que crean que sólo si toman o se drogan
pueden relacionarse?
El
mensaje es: “si no estás con muchas cosas encima no te vas a divertir”. Lo sorprendente
es que estos adolescentes descubren que sí pueden divertirse sin drogas ni
alcohol. Y lo más sorprendente para los padres es descubrir que cuando aprenden
a poner un límite desde el convencimiento y la seguridad de su decisión
protectora, son obedecidos por sus hijos, los mismos hijos que antes desafiaban
y descalificaban su autoridad.
Animarnos
a enfrentar nuestras propias dificultades, errores, miedos, implica exponernos,
reconocer que no somos perfectos. Reconocer nuestras limitaciones puede resultar
un gran ejemplo para nuestros hijos. Y nunca es tarde para empezar a hacerlo.
Algunos de los
obstáculos que dificultan el animarse a hacerlo:
Teniendo
en cuenta todo lo desarrollado hasta aquí, las dificultades que enfrentan los
padres tienen que ver a mi criterio con:
·
Resignarse y aceptar.
·
Una retirada de su lugar
de adultos que tiene que ver con una crisis de la adultez.
·
Pretender ser amigos y ‘compinches’
de sus hijos, sin tener en cuenta que existe una diferencia generacional, lo
que implica una jerarquía funcional útil y necesaria.
·
Creer que si no lo son
sus hijos no los van a querer.
·
Tener la ilusión de que
deben evitar los conflictos con sus hijos.
·
Creer que postergar un
conflicto con un sí fácil no acarreará consecuencias para el futuro.
Sugerencias
finales:
·
Un NO a tiempo puede parecer difícil de
sostener en el momento, pero es una gran inversión a futuro en términos de
tranquilidad y posibilidad de crecimiento para los hijos.
·
Las dificultades que
tienen los adolescentes para diferenciarse y poder sostener un NO antes sus
pares también están relacionadas con las dificultades de los padres para decir
NO y poder sostenerlo.
·
Ver llegar a un hijo
adolescente alcoholizado todos los fines de semana y suponer que eso es parte
de la ‘cultura adolescente’ pone en evidencia las anestesias personales
fomentadas por el contexto actual del mercado del alcohol y las drogas.
·
Siempre se está a tiempo
de retomar las riendas de nuestras propias vidas y de las de los seres que
amamos y que todavía dependen en gran medida de nosotros.
A modo de conclusión:
Salirse de las lógicas que favorecen
la violencia supone un verdadero esfuerzo, un palo en la rueda de los
automáticos, de lo naturalizado. Implica un proceso político que es personal.
Requiere de una actitud de resistencia cultural, de rebeldía en el mejor
sentido de la palabra, en el más vital y humano, de deconstrucción de los
mandatos culturales que nos dejan anclados a lugares fijos. Y para eso debemos
prestarle atención al malestar, a lo que nos hace ruido, a lo que se resiste a
entrar en el automático. Es ahí cuando debemos detenernos para activar nuestro
propio pensamiento, cuando nos escuchamos, cuando nos permitimos el ‘itinerario
propio’, cuando nos sentimos afectados, cuando nos dejamos afectar.
Buenos Aires, 2008
[1] © Trabajadora Social, coordinadora de
grupo de padres y atención a familias en la Fundación Programa San Carlos,
dedicada a la rehabilitación en adicciones.
Miembro
del equipo de la Dra. María Cristina Ravazzola